Ella camina bajo el sol. La tarde se aproxima, la luz cambiará pronto. En la esquina de la avenida grande se detiene ante el semáforo. Espera. Escucha. Un grito, aullido, queja.
Busca sorprendida la fuente de aquella voz. Y la encuentra: una mujer, delgada, deslavada, gris, sin fuerza; va llorando por la calle.
Carga una cobija morada. La mujer gris anda y explica, sin decirlo, el desalojo...el desahucio. Grita el llanto.
El lamento produce un escalofrío en todos los peatones de esa hora.
La miran. Pero a la mujer gris no le importa, está llorando y no le importan los ojos expectantes, incómodos y aterrados de esa hora.
Ella mira a la mujer gris, la busca con los ojos esperando que la desahuciada se le acerque y le pida, le suplique, le diga que necesita dinero, que está perdida, que no ha comido, que tiene dolor crónico…
Ella, ingenua, desea que este llanto sobrenatural sea solo una estrategia para conseguir el pan del día, como mucha gente hace, el marketing de la miseria: “mira mi sufrimiento y a cambio me lo pagas”-como el buen actor de tragedias teatrales que sufre de verdad y hace de eso su vida.
Pero la mujer gris no se detiene. Pasa de largo. No pide nada. Ese dolor es real, ocurre, frente a todos.
Es como ver el cuerpo tirado y sin zapatos de alguien que acaba de ser arrollado: brutal.
Desconcierto, hipnosis; ella cruza la calle y desde el otro lado de la avenida, frente a la mujer gris avanza, muy lento, la ve, la sigue, la acompaña.
“No habrá forma de consolarla”-piensa-“No tengo nada que pueda consolarla”.
La mujer continúa sollozando y parece que está a punto de morir de tristeza, seguramente habría muerto de tristeza allí en mitad de la calle.
Pero ocurre que justo en ese instante cercano a la muerte, la mujer se detiene frente a un escaparate y su atención se fuga.
Un escaparate de vestidos de quince años. Maniquíes escandalosos estallan ante ella: rosa, rojo, blanco, vuelos, brillo, encaje, cuentas de vidrio y bisutería que no sabría cómo llamar.
La mujer gris por un instante se detiene y los mira. No los anhela, tampoco los desprecia.
Ladea la cabeza un segundo y detiene el llanto. Se le escapa un suspiro burlón.
Desde el otro lado de la avenida ella ve a la mujer gris, mira su océano de tristeza mortal calmar, la ve salvar el naufragio irreversible. Ve sus manos despojarse de las piedras invisibles que la obligan a cargar esa cobija morada. Y por un segundo sonreír.
Esa mujer gris ante el escaparate, sin ninguna explicación probable, renuncia súbitamente a la extinción. Se limpia lágrimas y mocos con la manga de suéter y reanuda su marcha hacia ese lugar desconocido para todos, para sí misma.
Ella cruza la avenida para alcanzar a la sobreviviente, pero cuando llega ante aquel escaparate detiene su ingenua persecución.
Mira los vestidos. Algo en ella se precipita, se revuelve. Piensa en unos ojos, en el circo, en dinosaurios, en explosiones de ojos en un circo de dinosaurios.
Suspensión. Equilibrio. Tensión.
Entiende entonces que ella también ha sobrevivido mientras la tarde acaba.
Busca sorprendida la fuente de aquella voz. Y la encuentra: una mujer, delgada, deslavada, gris, sin fuerza; va llorando por la calle.
Carga una cobija morada. La mujer gris anda y explica, sin decirlo, el desalojo...el desahucio. Grita el llanto.
El lamento produce un escalofrío en todos los peatones de esa hora.
La miran. Pero a la mujer gris no le importa, está llorando y no le importan los ojos expectantes, incómodos y aterrados de esa hora.
Ella mira a la mujer gris, la busca con los ojos esperando que la desahuciada se le acerque y le pida, le suplique, le diga que necesita dinero, que está perdida, que no ha comido, que tiene dolor crónico…
Ella, ingenua, desea que este llanto sobrenatural sea solo una estrategia para conseguir el pan del día, como mucha gente hace, el marketing de la miseria: “mira mi sufrimiento y a cambio me lo pagas”-como el buen actor de tragedias teatrales que sufre de verdad y hace de eso su vida.
Pero la mujer gris no se detiene. Pasa de largo. No pide nada. Ese dolor es real, ocurre, frente a todos.
Es como ver el cuerpo tirado y sin zapatos de alguien que acaba de ser arrollado: brutal.
Desconcierto, hipnosis; ella cruza la calle y desde el otro lado de la avenida, frente a la mujer gris avanza, muy lento, la ve, la sigue, la acompaña.
“No habrá forma de consolarla”-piensa-“No tengo nada que pueda consolarla”.
La mujer continúa sollozando y parece que está a punto de morir de tristeza, seguramente habría muerto de tristeza allí en mitad de la calle.
Pero ocurre que justo en ese instante cercano a la muerte, la mujer se detiene frente a un escaparate y su atención se fuga.
Un escaparate de vestidos de quince años. Maniquíes escandalosos estallan ante ella: rosa, rojo, blanco, vuelos, brillo, encaje, cuentas de vidrio y bisutería que no sabría cómo llamar.
La mujer gris por un instante se detiene y los mira. No los anhela, tampoco los desprecia.
Ladea la cabeza un segundo y detiene el llanto. Se le escapa un suspiro burlón.
Desde el otro lado de la avenida ella ve a la mujer gris, mira su océano de tristeza mortal calmar, la ve salvar el naufragio irreversible. Ve sus manos despojarse de las piedras invisibles que la obligan a cargar esa cobija morada. Y por un segundo sonreír.
Esa mujer gris ante el escaparate, sin ninguna explicación probable, renuncia súbitamente a la extinción. Se limpia lágrimas y mocos con la manga de suéter y reanuda su marcha hacia ese lugar desconocido para todos, para sí misma.
Ella cruza la avenida para alcanzar a la sobreviviente, pero cuando llega ante aquel escaparate detiene su ingenua persecución.
Mira los vestidos. Algo en ella se precipita, se revuelve. Piensa en unos ojos, en el circo, en dinosaurios, en explosiones de ojos en un circo de dinosaurios.
Suspensión. Equilibrio. Tensión.
Entiende entonces que ella también ha sobrevivido mientras la tarde acaba.