miércoles, 12 de marzo de 2008

De arribos y esperas


Con cigarro en mano, aquel hombre observa el tablero de ARRIBOS en la estación.
El reloj marca la hora puntual y el vapor de las máquinas que llegan, se esparce en el paisaje mezclándose con el humo del cigarro, con sus ojos y con las maletas de los viajeros.
Pequeña ansiedad y hartazgo punzantes. Comienza a buscarla entre los rostros ajenos de los que bajan del tren.
“Siempre es lo mismo”-piensa- “Ella y su carácter inestable, sus modos desarticulados e impredecibles. Me cuesta tiempo, siempre me cuesta tiempo, es imposible acercarse sin preocupaciones.”
Continúa paneando con la cabeza mientras observa en los viajeros que llegan la sorpresa, la excitación de aquel que reconoce un rostro amado; y también la indiferencia de aquel que no espera que alguien le espere.
“Madre nunca confirma el tren, ni la hora de su llegada” - continua- “Tampoco de dónde viene, eso no ayuda en lo absoluto. Lo mismo de siempre. Pensará que soy un desocupado”.
Está harto de los reproches disfrazados de sugerencias; del cansado viaje de la estación a su departamento, de la infinita decepción que ella no puede disimular cuando se aproxima a la entrada del mismo; está harto de los sobres con dinero que deja en el buzón cuando finalmente se marcha, como si fuera un niño pequeño que necesita mesada.
Caminando de una punta del andén a la otra, aquel hombre comienza a fumar bocanadas inconscientes y mecánicas con el ritmo de una locomotora que arriba:“Quince, veinte…no, treinta de retraso…si es que su tren fuera el de las doce, faltarían cuarenta si su tren fuera el de la una y diez…aunque tal vez llegó en el expreso de las diez con diez y esta vez he sido yo el que ha llegado tarde…doce horas y cuarentaicinco minutos tarde…”
El reloj marcha, un nuevo tren anuncia su llegada, él tira al suelo la colilla con la que ha encendido un nuevo cigarro, chasquea los dedos mientras confirma la hora de su reloj con el tablero.
No- piensa- es prácticamente imposible que ella resistiera la dulce tentación de recriminar un retraso de media hora, mucho menos uno de doce.
Si ella hubiese llegado en ese tren habría llamado al taller exigiendo hablar con él.
O habría marcado a su casa para quejarse con su esposa, aunque, claro, Ana ya no estaba allí desde el viernes, desde hacía cuatro viernes.
El hombre recuerda las tres maletas de cuero gastado que ella se llevó el día que se marchó. El vestido azul, la manera en que cerró la puerta por última vez sin decir nada.
Por el ruido que hizo la madera estaba seguro que había sido la última vez que ella tocaría esa puerta.
Tal vez tenía razón en marcharse, después de todo él no era un gran partido, nunca había tenido aspiraciones, siempre aceptaba de buen agrado cualquier trabajo mediocremente pagado por más indigno que fuera, mientras le permitiera pagar la cuenta de la luz y una botella para los sábados.
No le importaba la política, o la música, el futbol, ni el cine.
Comía con la boca abierta, podía pasar tres días seguidos sin bañarse, jamás se cortaba las uñas de los pies y por eso siempre tenía agujeros en los calcetines.
No era ni bello ni talentoso, ni atento o amoroso, tampoco simpático; nunca conversaba, jamás había contado un chiste en una reunión, de hecho solo se juntaba con más gente durante la navidad porque su esposa tenía invitados en la casa.
No podía recordar la última vez que alguien le había hecho un cumplido o lo había felicitado por algo.
Desde la infancia, todos sus recuerdos eran grises y escasos de escenas triunfales. Madre se encargaba de recordárselo a cada oportunidad.
Lo único que lo ocupaba eran sus máquinas, su taller lleno de tornillos, pernos, aceite, engranes y pistones, aunque tampoco era el mejor en eso y él lo sabía.
Pero su mujer estaba muy lejos de ser una princesa, lo tenía muy claro y Madre se encargaba de recordarle eso también.
El día de su boda con Ana, su suegra se acercó a él y mientras lo abrazaba le susurró al oído: “no te comprendo.”
Estaba casi seguro de que eso había dicho la suegra el día de su boda, aunque se lo había susurrado en el oído izquierdo, que es el que perdió totalmente después de aquel accidente con la compresora.
¿Será posible reparar aquella máquina de New Orleans? Con esfuerzo intenta recordarlo.
Se acerca al puesto de periódicos de la estación, busca en su bolsillo izquierdo: nada. Busca en el derecho: nada. Vuelve a buscar en el izquierdo, luego en el de atrás, en los de la camisa, revisa varias veces en todos: nada.
Mira la grasa negra entre las uñas. Lo que espera encontrar más que ninguna otra cosa no está allí.
Siente un golpe, un espasmo en la respiración.
¿Dónde está? ¿Qué hará? ¿Cuánto más esperará?
Otro tren arriba escupiendo humo y pasajeros.
El hombre siente la primera gota que escurre por su frente. Suda, aunque es invierno y el frío arde como agujas enterradas.
Camina como un animal enjaulado que se resiste a aceptar el inevitable cautiverio, de un extremo al otro del andén, con la sien pulsante y un martillo en el pecho: “es inútil, estoy atrapado”- piensa sin detenerse.
Continúa, ¿recuerda?
La compresora y el silencio absoluto que conoció después de aquel accidente, las tuercas y el aceite coagulado: la sangre de las máquinas es como la de los hombres, no debe estar demasiado fría ni demasiado caliente, la fricción justa para el buen funcionamiento del sistema.
¿Será posible reparar aquella máquina de New Orleans?
Siente el azote de la puerta desde dentro de su cabeza, jadea; hay que cuidar las bandas, no tensarlas demasiado, como cualquier cosa elástica a cierto punto de tensión, revienta, como cualquiera que espera demasiado, revienta. No importa la calidad del material, revienta, ¿qué hora es?
Bolsillo derecho: nada, bolsillo izquierdo: nada, atrás, en la camisa: nada. Lo que espera encontrar más que ninguna otra cosa sigue sin estar allí.
Si tan sólo pudiera repararla.
No hay más cigarros. La frente empapada y el martillo del pecho se vuelven insoportables.
¿Cuánto más?
El sol sobre los techos. Se va un tren. Otro llega; hemorragia de pasajeros, maletas y ojos, pero no hay rastro de Madre.
¿Cuánto más?
Golpe de imágenes repentino.
Recuerda: la hora, la fecha exacta; un carro fúnebre, un sacerdote, seco y opaco, lluvia y luego sol, algunas flores; el traje oscuro, la caja pesada en el hombro; el alivio al final.
La niebla se disipa con un ráfaga de aire frío que acompaña al tren que va entrando a la estación.
Una descarga eléctrica de la memoria fulmina el olvido. La niebla se disipa en él también.
Aquel hombre llora sin lágrimas frente al letrero de ARRIBOS de la estación.
¿Recuerdas?- se pregunta-¿recuerdas?
Golpe de imágenes, que ya no resiste.
Como un boxeador vencido contra las cuerdas, se entrega al estremecimiento de su recuerdo: Madre murió…hace dos años.
El último tren silba. Es tarde…

1 comentario:

Don Rul dijo...

Cortázar, por supuesto, pero mucho más que eso. Siempre es grato encontrar un escritor entre los perpetradores de blogs. Me encanta leer un texto así y que no haya comentarios, mientras que en otros blogs cualquier estupidez acumula decenas.
No voy a ensuciar el deleite de encontrar algo así con los obligados elogios o los comentarios predecibles. Espero que continúes.