viernes, 8 de febrero de 2008

Leccion de anatomía para la señorita D...

Basada en una anécdota real…de un personaje real…

La señorita D. clamaba y reclamaba ser extraordinariamente inteligente.
Con todos mostraba aires...o, mejor dicho, ventarrones de superioridad, que en ocasiones se convirtieron en huracanes.
Es justo admitir que la señorita D no era tonta. En realidad era bastante astuta aunque a veces, ese era en si el problema: se esforzaba demasiado en resaltar a como diera lugar su inteligencia, y eso no es muy inteligente.
Ella adoraba una discusión o un debate durante el cual pudiera “imponer” su práctica memoria y el millón de citas textuales que había acumulado en ella a lo largo de su frenética búsqueda de ser INTELIGENTÍSIMA.
“Mi pasión es el conocimiento” afirmaba. Yo siempre creí que su pasión era más bien tener la razón indiscutiblemente, que, insisto: seamos justos con la señorita D, esa es una pasión que todos, de una u otra forma, compartimos. Aunque en ella parecía que en eso se le iba la vida.
A veces subía el tono desplegando desplantes dignos de una nominación al Oscar.

La señorita D. consideraba que si
Marlene Dietrich y ella se hubieran conocido, con seguridad habrían tenido un tórrido romance y Marlene la habría amado hasta en su biografía autorizada.
Estaba segura de que, si hubiera tenido la oportunidad, es decir, si el tiempo no le hubiera jugado la mala treta de hacerla nacer en la época y el país equivocados,
Laurie Anderson, la habría hecho su amiga cercana y confidente. Si, seguro Laurie la habría encontrado increíblemente enigmática y articulada. Habría admirado sus afiladas anotaciones y su excelente gusto por la cocina y los objetos antiguos, le habría apasionado su plática, su genial sencillez y seguramente la señorita D habría influido profundamente su filosofía y posturas ante la vida, incluso era muy posible que Laurie le hubiera dedicado una canción. Más de uno le habrían escrito canciones: Lennon, Leonard, Marvin, Nina, Paty, solo por mencionar algunos de los muchachos. Desde Cortazar hasta Baudrillard, pasando por Duras, Woolf, Bolaño o Blake la habrían hecho personaje inmortal en sus novelas, textos o poemas. Si no hubiera sido por el maldito tiempo.

¿He mencionado que la señorita D. desvariaba febrilmente?

Si bien la señorita D. no era espectacularmente bella, cuando ella hablaba de sus propios atributos solía decir: “yo lo que tengo son brains”.
Estaba convencida de que su sensualidad estaba dada por un misterio indecible, un pensamiento apasionado y erótico. Su intimidad era tan compleja que ella no requería de la pura y vulgar carnalidad, solía asegurar que sus mejores orgasmos podían ocurrir sin necesidad de tocar un milímetro de piel, solo haciendo uso de su brillante mirada y alguna que otra palabra. Tengo la seguridad de que en realidad la señorita D le tenía terror al acto sexual en cualquiera de sus formas y variantes (aunque yo siempre he pertenecido a la corriente del psicoanálisis silvestre, mismo que carece todavía del reconocimiento de cualquier academia o institución, lamentablemente).
Pero D, constantemente insinuaba sus grandes experiencias y su extraordinaria capacidad de amante. Esa hubiera sido solo una de las razones por las que todos aquellos hombres y mujeres memorables le escribieran todas esas canciones y novelas llenas de palabritas clave y anécdotas personales maquilladas de metáfora.

Cuando opinaba solía ser implacable y dura.

Así, cuando aquella tarde en que todos nos disponíamos a merendar se inició la discusión de si el esqueleto humano femenino tiene menos o más huesos que el masculino y viceversa, su afirmación me fascinó y dejó estupefactos a todos los asistentes.
Yo sostenía que el esqueleto masculino tiene el mismo número de huesos que el femenino: entre 206 y 208 huesos (sin contar los minúsculos huesos del oído) y sin importar el sexo; algunas mujeres tienen uno o dos huesos de más, igual que algunos hombres.
Debo destacar que, si bien yo no me considero genial, ni digna de ser la inspiración de pensamientos insuperables, después de trabajar cinco años como paramédico en la sala de urgencias del Centro Médico Universitario, siendo reconocida por la escuela de médicos militares y la asociación de atención pre hospitalaria Norteamericana; tenía la certeza de que conocía (y conozco) a la perfección la anatomía del cuerpo humano incluso a nivel celular. Esto era un hecho, por todos los asistentes, conocido.
Ella con voz condescendiente y remarcando la paciencia que buscaba tenerme dijo:
“Todos saben querida que el hombre tiene un hueso más”- Afirmó contundente y firme, y con cierta picardía insinuó con la mirada.
“¡No puedo creer que se te olvide el hueso más importante de la anatomía humana, a ti que deberías conocerla como la palma de tu mano!”—y sus ojos apuntaron hacia su ombligo- “De verdad que eres ingenua querida, que dios proteja a tus pacientes; el hueso más importante: ¡el pene, tonta!”- Sostuvo. Todos los asistentes guardaron silencio incrédulos.

“Pero señorita D”.- contesté-“… el pene no es un hueso”. Ella soltó una pequeña carcajada que por la duda calló inmediatamente.
El novio de la señorita D se limitó a bajar la mirada reprimiendo con dificultad la risa.
La señorita D se sonrojó un poco y sus ojos dejaron en evidencia su sorpresa y desconcierto. Buscó en su infinita memoria una cita que la salvara de la situación, un apunte anatómico que le diera la razón…
“Ho ¿no lo es?”- preguntó extrañada y estreñida.
“No- dije yo- no lo es”.
“¡¿Entonces qué carajos es?!”- Remató.

1 comentario:

Sirena dijo...

Uuuuuhhhhhhh pobre señorita D...

Y por cierto, toda la razón con lo del psicoanálisis silvestre. Te sale muy bien, nada más falta aprender los tiempos.

Abrazos Panda. Tenía pendiente leer este cuento.